Monday, June 09, 2008

Maruja Torres reflexiona sobre igualdad , inmigración y racismo


De todas las pasiones humanas, la más baja y menos elegante, la más cruel y antiestética, es la del racismo. Hay que combatirla porque hace daño, porque es injusta y porque nos hace retroceder en civilización –o nos hace regresar al lugar del que partimos, y al que siempre podemos volver–, pero también hay que desterrarla porque nos convierte en una grey de desaprensivos intratables.

Una sociedad desaprensiva, como las europeas que ahora se ceban en los extranjeros, equiparando trabajadores a delincuentes y, sin embargo, amparando, tolerando e incluso votando a sus propios delincuentes de guante gris, es aquella que se surte del sudor de los ilegales para que sus empresas prosperen y sus familias vivan bien y sus fulanas tengan un buen piso, y sus coches sean de último modelo. Aquella que, cuando ya no los necesita, los abandona. Aquella que pasa junto al problema y que no lo mira. Aquella que, exasperada quién sabe por qué, compra la primera idiotez que un político populista le coloca, y contribuye satisfecha a la quema del chivo expiatorio.

Recuerdo una estación de tren en el antiguo Berlín Este, en el invierno del 89. Hacía poco que había caído el muro, y un grupo de rumanos aguardaban, amontonados con sus bultos, a que un tren les condujera al paraíso de la libertad y de las oportunidades. Uno de ellos era mayor y tenía una guitarra, y cantó una melodía extremadamente melancólica, cuya letra yo no podía entender, pero bastaba con la música: nostalgia de pasado y de futuro se fundían en la precariedad del presente. A pocos metros –estaba haciendo un reportaje sobre el rebrote del racismo en Europa– tenía una cita con un neonazi alemán oriental que, al contrario que sus compatriotas del democrático Oeste, había conservado intactos su ideología y su uniforme. Me infundió pánico, pero le observé como a una excrecencia, algo que si las autoridades se ponían firmes se podía combatir. Y ya ven. Nunca puedo imaginar que sea tanta, y al parecer nunca hay suficiente, siempre podemos enmierdarnos más.

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